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martes, 25 de febrero de 2014

La punkie del Metro

Las visitas a mi ciudad y capital del reino son siempre fugaces. Como norma hecha a base de repeticiones. Ya casi prefiero que sea así, breve y práctico como un ligue de noche. Sin medias tintas ni diplomacia. Funcional y directo. Todos sabemos a lo que vas, ¿no? Pues venga, déjate de rodeos y vámonos a tu casa, o a la mía. A Madrid.

Esas visitas son siempre pequeños viajes. Primero porque tengo que cruzar medio país, que en Barcelona llaman estado. Lo llaman estado por pudor, porque les han enseñado que decir España es fascista, franquista y nacionalista. Cruzo lo que quiera que sea esa extensión de terreno que separa Barcelona de Madrid, unos lo llaman el campo, así a lo general, y otros lo llaman meseta. Lo cruzo, y eso ya es un viaje, pero también es otro viaje cuando llego a Madrid. Allí comienza un viaje por otro mundo. El mundo de una ciudad que ya apenas conozco, que recuerdo sólo por vivencias pasadas, y que si antes me sorprendía siendo su habitante y sufrido ciudadano, ahora ya me desencaja. Me fascina lo distinto que es de esta otra ciudad en la que ahora vivo, y me alucina lo lejos que está una de otra, geográficamente y, cada vez más, en todo lo demás.

La visita fue breve, así que después de pasar la noche en casa, al día siguiente temprano volvía a "la otra casa". Sí, supongo que tengo varias casas, como los ricos. No deja de ser paradójico. El caso es que serían las ocho y media de la mañana. Cogí el metro, como siempre a esas horas lleno. El vagón completo de gente, del que se salen dos o tres viajeros en la estación, y hay otros veinte en el andén. Entonces esos veinte comprenden que tienen que meterse en el vagón repleto, y los que están dentro del vagón comprenden que esos veinte desconocidos van a entrar en un sitio en el que ellos ya están más o menos a gusto, han encontrado el sitio y ya son compañeros de viaje entre sí, casi casi íntimos. Colegas. Entonces ambos, los de dentro y los de fuera, se dan cuenta de la situación y saben lo que va a pasar. Que van a tener que apretarse un poco más para que todos quepan. El vagón apesta un poco, la gente no deja de ser algo dejada en sus hábitos higiénicos por más que lleven un iPhone en el bolsillo. Pero no importa. Todos van en el mismo puto vagón, apretados pero con ese sentimiento de consuelo que da el compartir el mismo destino, aunque sea durante unas estaciones, con vecinos y compañeros de viaje.

En ese vagón apretujado me tocó aquel día como compañeros de viaje un grupito de cuatro punks. Tres chicas y un chico. Eran las ocho y media de la mañana, pero iban privando su cerveza de lata de medio litro y se la iban pasando entre ellos. Ellas llevaban el pelo rapado a los lados y más largo en la parte superior, para cuando se hacen la cresta. Aros, pendientes, imperdibles en las orejas. El uniforme lógico en un punkie. Estábamos hombro con hombro, yo ahí metido entre ellos, casi en medio del mini círculo que formaban para ir departiendo. La cerveza circulando, las risas, el descaro de saberse los únicos que estaban privando a esas horas en aquel vagón. En un momento dado me parecía escuchar que iban a los juzgados (supongo que de Plaza Castilla, por la línea de metro donde estábamos), a testificar en un juicio. Me crucé con la mirada chispeante de una de las chicas, la más guapa, que me miraba con curiosidad y con una sonrisa, no sé si de desprecio por creer que yo era un burgués más yendo al trabajo o precisamente por lo contrario, por notar que me caía bien su rollo y que en el fondo me daban envidia. No me escondí y les devolví el gesto de aprecio con una media sonrisa, como diciendo "qué majos sois". Aunque el resto del vagón os esté fulminando con la mirada, yo os entiendo y os respeto.

Porque me daban envidia esos cuatro punks. Unos chavales que se reían de sus cosas, sin molestar a nadie, y a su particular manera, quizás fueran los cuatro individuos con más cojones de todos los que estábamos allí en ese momento. Valientes por hacer lo que realmente les daba la gana, sin importar lo que dijeran los demás. ¿Que había que ir a un juicio a esas horas? Pues vale, pero irían a su estilo. Quizás fueran unos de esos punks a los que sus papás les pagan los vicios y viven en casa sin dar ni chapa, pero no creo. Ya estaban en el vagón, y las estaciones anteriores a la mía no son precisamente el barrio de Salamanca. Y si fuese así, ¿qué? La postura de esos chavales, la mirada de esa chica, aunque estuviera medio pedo, es la correcta en un mundo así. Ser punkie es lo más honesto que esos chavales pueden llegar a ser, teniendo enfrente lo que tienen. El futuro y los modelos sociales, todo eso. ¿Un respetable trabajador yendo a currar en el metro es menos que un punkie? No, por supuesto. Cada uno se dignifica haciendo aquello en lo que cree mientras no haga daño a los demás. Pero esos punks, en su nihilismo, al saberse lumpen y parias sociales y descojonarse de ello, estaban diciendo que hay que ser valiente para madrugar e ir al trabajo todos los días, pero más valiente aún para no hacerlo. Y eso es admirable, joder.

miércoles, 11 de diciembre de 2013

Las montañas de Sarajevo

En días como hoy, sobrios y grises, me acuerdo de un país que visité hace cinco años (¡cinco años ya!) y que me dejó una gran huella. Sí, también Irlanda, pero en esta ocasión hablo de un lugar que pasó por una de las guerras civiles más crueles y violentas que han existido en la historia reciente. Hablo de Bosnia Hercegovina.

Este post no tiene mucho que ver con las bicis pero sí con el deporte. En unos días en los que la muerte de Nelson Mandela ha conmocionado al planeta, es bueno recordar una de las muchas ideas que el líder de la lucha anti-apartheid dejó como inspiración para la posteridad: "el deporte tiene el poder de transformar el mundo". Mandela y su visión de una Sudáfrica unida quedó plasmada en la copa del mundo de rugby de 1995, en la famosa historia de cómo convirtió a los Springboks, el equipo nacional de un deporte de blancos, en el equipo de todo un país. No hay muchos ejemplos tan claros de cómo el deporte ha sido capaz de unir a un pueblo y de impulsar valores de convivencia, igualdad y solidaridad. Y puede que tardemos mucho tiempo en ver otros así.

En Sarajevo tuvieron lugar, en 1984, los juegos olímpicos de invierno. Recuerdo perfectamente, con mis escasos 8 añitos, la ceremonia de inauguración de aquellos juegos. Yo no sabía lo que era aquello, ni en qué consistían esos extraños deportes que se practicaban en la nieve, pero me pareció un acontecimiento importante. Años más tarde pude ver con mis propios ojos lo que quedaba de aquellos juegos olímpicos. Las preciosas montañas de Bjelasnica forman una pequeña sierra que domina Sarajevo, y en el año 84 fueron el escenario de algunas competiciones, como los saltos o el esquí alpino. Pero durante el asedio de Sarajevo, entre 1992 y 1996, esas montañas también fueron el lugar desde donde las tropas serbias bombardeaban la ciudad a placer. Como si tuvieran una maqueta de trenes a sus pies. Los restos de aquellas instalaciones, los hoteles, resorts, las mismas plataformas de saltos de esquí, siguen en pie hoy en día como un eco que no se ha marchado, y se mezclan con el esbelto paisaje de abetos, pinos y silencio. Permanecen en el mismo sitio, pero abandonadas por el paso del tiempo, y con el añadido de unas cuantas cicatrices. Muchas. Metralla, agujeros de bala, bombas y restos de trincheras por todas partes. Lo que un día fueron instalaciones deportivas, el símbolo de Yugoslavia y del olimpismo, tuvieron una segunda e inesperada vida como baterías ofensivas en una espantosa guerra civil. Mucho peor destino que el complejo olímpico de Atenas 2004, hoy en estado de total abandono...

Traigo esta historia a propósito de un poster que recuperé el otro día. Un poster que me dieron en el estadio olímpico de Sarajevo y en el que venían dibujadas todas las instalaciones de los juegos, como el plano de una estación de esquí, con ese aire ingenuo de las gráficas de los años 80. Y me vino a la mente el silencio y la paz que había en aquellas montañas, y en realidad en toda la querida Sarajevo. Esas montañas lo mismo albergaron a deportistas de todos los países, en unos juegos olímpicos de invierno en un lejano 1984, como sirvieron de mirador turístico para que los tanques y los morteros mataran a cientos de personas, unos años más tarde. Las mismas montañas y sus árboles siguen allí, impasibles y eternas, neutrales, quizás esperando que otras personas lleguen y hagan con ellas lo que realmente deberían hacer, que es utilizarlas para la vida.

Dicen los sabios que la vida y la muerte son la misma cosa, dos caras de una misma realidad. Que ambas conviven entremezcladas en el día a día desde el inicio de los tiempos. Quizás el deporte, como decía Mandela, tenga el poder que no tienen los políticos para unir, dignificar y querer a las personas. Pero para eso creo que antes es necesario saber mirar a los árboles, escuchar a las montañas y darse cuenta de que ellos estarán ahí siempre. Nosotros y nuestras ridículas preocupaciones, no estamos más que de paso.

jueves, 6 de octubre de 2011

Gracias, Steve


«Tu tiempo es limitado, no lo malgastes viviendo la vida de alguien distinto. No quedes atrapado en el dogma, que es vivir como otros piensan que deberías. No dejes que los ruidos de las opiniones de los demás acallen tu voz interior. Y, lo que es más importante, ten el coraje para hacer lo que te dicen tu corazón y tu intuición».

martes, 10 de mayo de 2011

Conspiraciones



Son tiempos extraños y absurdos estos que vivimos. Cada época tiene sus tiempos extraños y absurdos, claro, pero a nosotros nos toca hablar de los nuestros. Y los hechos que nos tocan a nosotros se caracterizan por ser extrañamente ridículos. Sucesos que nos venden y nosotros compramos como si se tratase de píldoras de realidad, de colores y sabores. Nos las tragamos. Las de los colores que más nos gustan. Sucesos planos y simples que aceptamos sin cuestionar ni analizar. Ñam, ñam, qué ricas. Los medios de comunicación ayudan a hacer esta digestión, claro. Y ahora también, las redes sociales. Que son el paraíso de las pildoritas. La ciudad de las pirulas. El gran centro comercial. Si ayer la tele era un hipermercado de la realidad proyectada, hoy las redes sociales son un mall. No solo las píldoras de los medios. También las de los otros. Atracón.

Pero hoy en día, en pleno siglo XXI, nadie puede alimentarse a base de píldoras, gominolas, pastillas o cacahuetes. Podemos consumir algunas, comer de aqui y de allá, como complemento vitamínico, de aperitivo, de postre... Pero atragantarse a base de pirulas le deja a uno gilipollas. Y te vuelves un inocente ciudadano crédulo y manejable. Me refiero a este tipo de sucesos, de acontecimientos históricos que suceden o nos cuentan. No son como los pintan. No son tan fáciles ni tan fotogénicas como aparecen en los medios (es decir, como se proyecta la realidad). Algunas cosas, sencillamente, están meticulosa y precisamente planeadas por ciertos intereses que a nosotros los mortales, se nos escapan.

Ejemplo: la única Superpotencia que queda viva se jacta de liquidar al enemigo mundial Nº1. Coincidiendo con un largo periodo de crisis mundial y el fin de un ciclo en muchos países árabes y de Oriente Medio, el Imperio Democrático acaba con el último villano que amenazaba la hegemonía del American Way of Democracy. Se da la circunstancia de que el Premio Nobel de la Paz asume el papel de Capitán América y con su escudo decapita al malvado Bin Laden. Ahora ya no hay excusa para que otros posibles villanos vuelvan a obstruir las incipientes democracias populares del mundo árabe, y quiten su parte del pastel al Imperio. Obama se apunta la victoria de una guerra venganza no declarada que ha durado 10 años, y vivirá de este crédito hasta su reelección en 2012. Jugada maestra. Y el mundo bendice a Obama, que ha acabado con el malo sin importar cómo. Parece mentira que, siendo el país de Hollywood, no piensen en las segundas partes de las películas, cuando los malos contraatacan con más fuerza. Y parece mentira que, sin otra superpotencia que les haga sombra, el sheriff del mundo siga siendo el mismo de siempre. Elige a los malos y los mata. Al resto les perdona la vida. Mientras tanto, ha dejado a su ciudad y al mundo más seguro. ¿O más inseguro?

Por eso, cada vez que escucho la palabra conspiración me sigue viniendo un olorcillo friki y se me asoma una sonrisa. Pero la sonrisa cada vez dura menos, y da paso a un gesto de duda y ceño fruncido. Poner en duda todas y cada una de las fachadas que se nos venden como reales, eso sí es posible gracias al acceso a más información y al contacto con más personas que piensen y sean críticas. Y desmontar las mentiras y farsas en las que nadamos, también. Las mentiras de unos y otros. Pero eso está lejos, hoy por hoy. Todavía estamos viviendo en un mundo de pastillas, hipermedicado, con multitud de recetas y pirulas para cada cosa. Una ilusión , un producto virtual, por más que nos quieran hacer creer lo contrario.

Conspiraciones y teorías en Zeitgeist.

jueves, 15 de julio de 2010

El mundial

Por fin ganamos algo gordo. Lo más gordo del mundo que se puede ganar: una Copa del Mundo de fútbol. Algo lo suficientemente gordo como para paralizar un país entero y hacer Historia. Algo que recordaremos siempre hasta el día en que nos vayamos al hoyo. España ganando un Mundial. Algo inaudito sólo de imaginarlo cuando éramos pequeños. Y ahora es real.



Estos días me he acordado mucho de Naranjito, cuando hace casi 30 años, en un país que intentaba subirse al carro del desarrollo, acogimos un Mundial de fútbol. En todos estos años hemos sido unos pupas, cada vez hemos llegado un poco más lejos en los mundiales, pero siempre con ese complejo de inferioridad que arrastramos desde hace tanto tiempo (o quizás es congénito). Hasta que desde hace unos años, las cosas parece que empezaron a cambiar, con una generación de deportistas que ganan cosas impensables: Fórmula 1, motos, Tours, Roland Garros, Wimbledons, NBA, y la Eurocopa.

Al ganar el mundial hemos pasado de ser unos eternos aspirantes a algo grande, a ser de los grandes. Esto en cuanto al fútbol. Pero no sólo en esto. Nos hemos limpiado definitivamente de viejos fantasmas, y hemos sacado a relucir que ser español, ondear tu bandera y animar a tu país no es ser un facha ni un nacionalista, aunque les pese a muchos. El triunfo de La Roja es el de todo un pueblo, hecho de gente diversa y plural, cada uno de su padre y de su madre, de su pueblo y de su provincia. Y cualquiera de los caciques que intentan hacer patria de su pequeño pueblo están equivocados de cabo a rabo, porque la historia nos ha demostrado que cuando estamos juntos, somos mejores y más fuertes. Más solidarios y menos egoístas. Menos diferentes y más iguales.

Ayer vi Invictus, la película de Clint Eastwood sobre Mandela y el mundial de rugby del 95 en Sudáfrica. La historia ha querido que un país como España, sin ser favorito, haya ganado el mundial de Sudáfrica, y lo haya hecho en gran parte empujado por un pueblo –evidentemente no comparable con el que sufría las heridas de Sudáfrica en 1995- pero sí con ciertas cicatrices que supuran de vez en cuando.

Y la peli, a la que encuentro formidable, emocionante, me sugiere unos cuantos paralelismos con la victoria de España en el mundial. Sin ir más lejos, que la victoria de un equipo es la victoria de un pueblo, simboliza el bien común y el entusiasmo colectivo que nos hace iguales a todos. Y esto es positivo, suma a los pueblos y no los resta. Villarriba y Villabajo seguro que se juntaron en la Fuente de Enmedio para celebrar el Mundial.

La forma en que Mandela se sirvió de un deporte de blancos para unir a todo un país bajo una bandera, un himno y unos colores no es hacer nacionalismo, que es la puta palabra maldita desde el siglo pasado –ojalá la borraran del mapa. Eso es hacer un pueblo, construir una sociedad, unos valores comunes. En realidad, es una gestión de management como la copa de un pino, aunque ahora a cualquier cosa se le llama “management”; no insultemos a Mandela.

Algunos historiadores han dicho que en España habría hecho falta un Mandela para unir la sociedad tras la dictadura. Puede que sea verdad. Pero yo creo que aquí habría sido distinto. Todos estos “héroes nacionales” que tanto les gustan a los anglosajones aquí no funcionan. Ya hemos tenido muchos. Y nosotros a los héroes los fusilamos. Quizás seamos tan simples como pueblo que lo que necesitamos es un partido de fútbol, o ganar Eurovisión... Pero espero, sinceramente, que lo que ha empezado el otro día ganando un símbolo de alcance mundial, no lo rompan los políticos. Aunque eso a lo mejor ya es demasiado pedir.

Podemos pedir a Vicente del Bosque que gane un mundial de fútbol, pero no pidamos a nuestros políticos que hagan bien su trabajo.

viernes, 23 de abril de 2010

Al desierto

El lunes vuelvo al desierto, al Sahara. Esta vez, con el Festival de Cine del Sahara, una iniciativa que lleva 7 años acercando el cine a los refugiados saharauis en los campos de Argelia. El Festival dura una semana. Una semana en la que conviviremos con las familias saharauis en Dajla, cerca de Tindouf. Tomaremos té con ellos, veremos los amaneceres y anocheceres del desierto, y veremos con ellos las películas que interrumpirán su rutina en la Hammada, el pedregal del Sahara.



El cine bajo las estrellas, al aire libre, en los campos de refugiados. Una experiencia que seguro rompe esquemas y emociona. Los días previos al viaje están siendo frenéticos de actividad, así que aún no me veo allí. Hasta que no nos montemos en el (supongo) destartalado avión de Air Algerie, no estaré metido en el papel. Pero luego todo será muy rápido. Así que disfrutaremos todo lo que podamos, y sobre todo estaré atento a todo lo que tengan que enseñarme nuestros amigos saharauis, que son víctimas de un caso paradójico y único de doble personalidad.

Víctimas de los marroquíes, simples y de una sola cara, pero víctimas también de nuestra doble personalidad: la del pueblo español, que los estima, y la mezquina de nuestro gobierno, que los defrauda y menosprecia con alevosía.

miércoles, 21 de abril de 2010

En Gijón

El fin de semana pasado estuve en Gijón con motivo de una boda. El evento hizo que Cris y yo pasáramos unos días en esta agradable ciudad asturiana, donde pude confirmar que se trata de una de las mejores ciudades de España para vivir. Ya tenía mis sospechas, pero ahora lo corroboro. Una ciudad pequeña, sencilla y manejable, rodeada de montañas y bosques, y con una calidad de vida que parece muy alta. Definitivamente, Asturias, los asturianos y Gijón molan. Comer bien es inevitable, el paisaje es fantástico, la gente es amable y tranquila, y además tienen al paisano más universal del deporte español actualmente.

Aparte de esto, que me mantuvo alejado de las bicis el fin de semana, he empezado a actualizar mi exiguo y obsoleto arsenal tecnológico, y he adquirido una mini DV de segunda mano que me servirá para grabar próximas pelis y cosas varias. Junto a la cámara voy a hacerme con un nuevo portátil, jubilando al iBook, que ya no me sirve ni para ver powerpoints. Algo sencillo y que dé pocos problemas: es decir, un PC. Basta ya de la dictadura de los Mac y las gafas de pasta. Me rindo a los clones y al imperio del mal.

Y con la tontería ya estamos en miércoles, mi buen amigo David me ha regalado algo que merece un post solo, y ya estoy pensando en la ruta del próximo sábado. Yeah!