Belchite, septiembre de 2012.
75 años de diferencia.
Al fracasar la ofensiva republicana, el ejército sublevado lanzó una contraofensiva para contrarrestar el relativo avance republicano en el Ebro. Los generales nacionales movilizaron divisiones del frente de Madrid hasta el frente del Ebro, adonde incluso llegaron los temidos Tercios Regulares de Ceuta. Con todos ellos, y paralelamente continuando el avance en el frente del norte peninsular, el ejército sublevado hizo retroceder a los republicanos hasta la otra orilla del Ebro, en lo que terminaría siendo la retirada y descomposición final que condujo a partir en dos el frente republicano y permitir a los nacionales llegar hasta Valencia y Barcelona.
En esa contraofensiva, Belchite estaba de nuevo en medio, y ahora además había adquirido una dimensión simbólica. Franco no iba a permitir que ningún general republicano le arrebatara ninguna posición, así que el ejército nacional sometió Belchite a hierro y fuego, esta vez sin contemplaciones. Cinco divisiones enteras abrasaron la localidad, que entre huídos, refugiados y muertos quedó diezmada. El símbolo de la resistencia nacional, primero, y de su reconquista a los republicanos, después, se convirtió en un gran instrumento de propaganda para Franco. Tanto que éste, ya en la posguerra, decidió conservar Belchite tal como había quedado, para escarmiento de los rojos y para honrar a los caídos nacionales, y lo dejó así hasta que en 1954 construyó Belchite nuevo, un pueblo nuevo al que se irían trasladando los vecinos del Belchite viejo.
A finales de los años 60 terminaron de abandonar el pueblo viejo sus últimos habitantes y desde entonces Belchite viejo ha quedado olvidado como un vestigio intacto de la guerra. Quedó sumido en eso tan siniestro que es la tierra de nadie. Ni destruido del todo, ni habitado, ni del todo enterrado. Una zona borrosa del mapa, silenciada y hecha tabú. Belchite tuvo durante 40 años un uso político: fue la reliquia o el trofeo de guerra para los vencedores. También para construir el imaginario colectivo de posguerra sobre la represión roja y el culto a la violencia. Pero desde los últimos 30 años, Belchite también es una prueba irrefutable de una nación avergonzada y traumatizada por su pasado, que ha sido incapaz de hacer una verdadera memoria de la historia, que ha querido mirar hacia otro lado -progreso, olimpiadas, llámalo como quieras- en lugar de ajustar cuentas con los fantasmas, con honestidad y buena voluntad, y que las pocas veces que lo ha intentado ha sido en la burda forma de películas, libros o ensayos falsamente correctos, políticamente timoratos y diplomáticamente cínicos.
Y lo que es peor en el caso de Belchite: cuando se trata de proteger la escasa memoria que queda todos se lavan las manos: diputación, ayuntamiento, comunidad autónoma, Unesco, ministerios... Todos se pasan la pelota, miran para otro lado y evitan convertir Belchite viejo en un museo de la memoria, en un centro de la paz o un monumento a la convivencia. En cualquier cosa que evite su olvido, que estimule a sus vecinos actuales o que simbolice a lo que se llega con la ignorancia y la violencia. Eso es lo que debería ser, en lugar de un museo del horror al aire libre, espectral y grotesco, como una pintura de Goya (los horrores de la posguerra, quizás), que de vez en cuando sigue apareciéndose en la estepa entre voces y banderas.
Es muy triste Belchite viejo. Pasear por sus calles es como hacerlo por Srebrenica, Auswitz, Mostar o Normandía. Te invade el desasosiego, una pesadumbre en el estómago. Pero en este caso, Belchite tiene un aliciente más. No tanto por lo que fue, porque al fin y al cabo no es imprescindible pasear por un pueblo arrasado para entender lo que fue una guerra. Sino sobre todo, por lo que es ahora: un recordatorio de la dejadez que parece decirnos a todos: ¿habéis aprendido la lección? Un reflejo de lo que, después de todo, quizás seamos. El fruto silvestre que ha crecido en el campo: un pueblo abandonado por la razón.