En días como hoy, sobrios y grises, me acuerdo de un país que visité hace cinco años (¡cinco años ya!) y que me dejó una gran huella. Sí, también Irlanda, pero en esta ocasión hablo de un lugar que pasó por una de las guerras civiles más crueles y violentas que han existido en la historia reciente. Hablo de Bosnia Hercegovina.
Este post no tiene mucho que ver con las bicis pero sí con el deporte. En unos días en los que la muerte de Nelson Mandela ha conmocionado al planeta, es bueno recordar una de las muchas ideas que el líder de la lucha anti-apartheid dejó como inspiración para la posteridad: "el deporte tiene el poder de transformar el mundo". Mandela y su visión de una Sudáfrica unida quedó plasmada en la copa del mundo de rugby de 1995, en la famosa historia de cómo convirtió a los Springboks, el equipo nacional de un deporte de blancos, en el equipo de todo un país. No hay muchos ejemplos tan claros de cómo el deporte ha sido capaz de unir a un pueblo y de impulsar valores de convivencia, igualdad y solidaridad. Y puede que tardemos mucho tiempo en ver otros así.
En Sarajevo tuvieron lugar, en 1984, los juegos olímpicos de invierno. Recuerdo perfectamente, con mis escasos 8 añitos, la ceremonia de inauguración de aquellos juegos. Yo no sabía lo que era aquello, ni en qué consistían esos extraños deportes que se practicaban en la nieve, pero me pareció un acontecimiento importante. Años más tarde pude ver con mis propios ojos lo que quedaba de aquellos juegos olímpicos. Las preciosas montañas de Bjelasnica forman una pequeña sierra que domina Sarajevo, y en el año 84 fueron el escenario de algunas competiciones, como los saltos o el esquí alpino. Pero durante el asedio de Sarajevo, entre 1992 y 1996, esas montañas también fueron el lugar desde donde las tropas serbias bombardeaban la ciudad a placer. Como si tuvieran una maqueta de trenes a sus pies. Los restos de aquellas instalaciones, los hoteles, resorts, las mismas plataformas de saltos de esquí, siguen en pie hoy en día como un eco que no se ha marchado, y se mezclan con el esbelto paisaje de abetos, pinos y silencio. Permanecen en el mismo sitio, pero abandonadas por el paso del tiempo, y con el añadido de unas cuantas cicatrices. Muchas. Metralla, agujeros de bala, bombas y restos de trincheras por todas partes. Lo que un día fueron instalaciones deportivas, el símbolo de Yugoslavia y del olimpismo, tuvieron una segunda e inesperada vida como baterías ofensivas en una espantosa guerra civil. Mucho peor destino que el complejo olímpico de Atenas 2004, hoy en estado de total abandono...
Traigo esta historia a propósito de un poster que recuperé el otro día. Un poster que me dieron en el estadio olímpico de Sarajevo y en el que venían dibujadas todas las instalaciones de los juegos, como el plano de una estación de esquí, con ese aire ingenuo de las gráficas de los años 80. Y me vino a la mente el silencio y la paz que había en aquellas montañas, y en realidad en toda la querida Sarajevo. Esas montañas lo mismo albergaron a deportistas de todos los países, en unos juegos olímpicos de invierno en un lejano 1984, como sirvieron de mirador turístico para que los tanques y los morteros mataran a cientos de personas, unos años más tarde. Las mismas montañas y sus árboles siguen allí, impasibles y eternas, neutrales, quizás esperando que otras personas lleguen y hagan con ellas lo que realmente deberían hacer, que es utilizarlas para la vida.
Dicen los sabios que la vida y la muerte son la misma cosa, dos caras de una misma realidad. Que ambas conviven entremezcladas en el día a día desde el inicio de los tiempos. Quizás el deporte, como decía Mandela, tenga el poder que no tienen los políticos para unir, dignificar y querer a las personas. Pero para eso creo que antes es necesario saber mirar a los árboles, escuchar a las montañas y darse cuenta de que ellos estarán ahí siempre. Nosotros y nuestras ridículas preocupaciones, no estamos más que de paso.
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