jueves, 1 de mayo de 2014
CADENCIA
Un proyecto largamente perseguido por fin ve la luz. CADENCIA es la revista que desde hace tiempo quería hacer. Ciclismo y mountain bike pero también otras muchas cosas que no tienen nada que ver con las bicis... ¿o sí? Cansado de las típicas publicaciones que sólo hablan de bicis, ruedas de 26, 27´5 o 29, y nuevos productos, he querido plasmar lo que hay detrás de los paisajes que vemos cuando montamos en bici. Reflexiones, imágenes, temas que surgen en las conversaciones con tus compañeros de ruta...
CADENCIA es lo que surge cuando monto en bici, el resultado de mis experiencias y vivencias sobre las dos ruedas. Hecha desde la bici, no para la bici. Y en los tiempos que vivimos, una alternativa a la decadencia que se empeña en arrastrar el pensamiento general.
Espero que la disfrutéis, y sobre todo que dediquéis un rato de vuestro valioso tiempo para LEER cosas que se salgan de lo previsible, que las hay y muchas. Sé que esto es pedir mucho en la rutina de saturación informativa en la que nos movemos, pero... la opción B es la decadencia.
-¡Pedalea, copón!
miércoles, 12 de marzo de 2014
Fotos del DH de Sant Andreu de la Barca
martes, 25 de febrero de 2014
La punkie del Metro
Las visitas a mi ciudad y capital del reino son siempre fugaces. Como norma hecha a base de repeticiones. Ya casi prefiero que sea así, breve y práctico como un ligue de noche. Sin medias tintas ni diplomacia. Funcional y directo. Todos sabemos a lo que vas, ¿no? Pues venga, déjate de rodeos y vámonos a tu casa, o a la mía. A Madrid.
Esas visitas son siempre pequeños viajes. Primero porque tengo que cruzar medio país, que en Barcelona llaman estado. Lo llaman estado por pudor, porque les han enseñado que decir España es fascista, franquista y nacionalista. Cruzo lo que quiera que sea esa extensión de terreno que separa Barcelona de Madrid, unos lo llaman el campo, así a lo general, y otros lo llaman meseta. Lo cruzo, y eso ya es un viaje, pero también es otro viaje cuando llego a Madrid. Allí comienza un viaje por otro mundo. El mundo de una ciudad que ya apenas conozco, que recuerdo sólo por vivencias pasadas, y que si antes me sorprendía siendo su habitante y sufrido ciudadano, ahora ya me desencaja. Me fascina lo distinto que es de esta otra ciudad en la que ahora vivo, y me alucina lo lejos que está una de otra, geográficamente y, cada vez más, en todo lo demás.
La visita fue breve, así que después de pasar la noche en casa, al día siguiente temprano volvía a "la otra casa". Sí, supongo que tengo varias casas, como los ricos. No deja de ser paradójico. El caso es que serían las ocho y media de la mañana. Cogí el metro, como siempre a esas horas lleno. El vagón completo de gente, del que se salen dos o tres viajeros en la estación, y hay otros veinte en el andén. Entonces esos veinte comprenden que tienen que meterse en el vagón repleto, y los que están dentro del vagón comprenden que esos veinte desconocidos van a entrar en un sitio en el que ellos ya están más o menos a gusto, han encontrado el sitio y ya son compañeros de viaje entre sí, casi casi íntimos. Colegas. Entonces ambos, los de dentro y los de fuera, se dan cuenta de la situación y saben lo que va a pasar. Que van a tener que apretarse un poco más para que todos quepan. El vagón apesta un poco, la gente no deja de ser algo dejada en sus hábitos higiénicos por más que lleven un iPhone en el bolsillo. Pero no importa. Todos van en el mismo puto vagón, apretados pero con ese sentimiento de consuelo que da el compartir el mismo destino, aunque sea durante unas estaciones, con vecinos y compañeros de viaje.
En ese vagón apretujado me tocó aquel día como compañeros de viaje un grupito de cuatro punks. Tres chicas y un chico. Eran las ocho y media de la mañana, pero iban privando su cerveza de lata de medio litro y se la iban pasando entre ellos. Ellas llevaban el pelo rapado a los lados y más largo en la parte superior, para cuando se hacen la cresta. Aros, pendientes, imperdibles en las orejas. El uniforme lógico en un punkie. Estábamos hombro con hombro, yo ahí metido entre ellos, casi en medio del mini círculo que formaban para ir departiendo. La cerveza circulando, las risas, el descaro de saberse los únicos que estaban privando a esas horas en aquel vagón. En un momento dado me parecía escuchar que iban a los juzgados (supongo que de Plaza Castilla, por la línea de metro donde estábamos), a testificar en un juicio. Me crucé con la mirada chispeante de una de las chicas, la más guapa, que me miraba con curiosidad y con una sonrisa, no sé si de desprecio por creer que yo era un burgués más yendo al trabajo o precisamente por lo contrario, por notar que me caía bien su rollo y que en el fondo me daban envidia. No me escondí y les devolví el gesto de aprecio con una media sonrisa, como diciendo "qué majos sois". Aunque el resto del vagón os esté fulminando con la mirada, yo os entiendo y os respeto.
Porque me daban envidia esos cuatro punks. Unos chavales que se reían de sus cosas, sin molestar a nadie, y a su particular manera, quizás fueran los cuatro individuos con más cojones de todos los que estábamos allí en ese momento. Valientes por hacer lo que realmente les daba la gana, sin importar lo que dijeran los demás. ¿Que había que ir a un juicio a esas horas? Pues vale, pero irían a su estilo. Quizás fueran unos de esos punks a los que sus papás les pagan los vicios y viven en casa sin dar ni chapa, pero no creo. Ya estaban en el vagón, y las estaciones anteriores a la mía no son precisamente el barrio de Salamanca. Y si fuese así, ¿qué? La postura de esos chavales, la mirada de esa chica, aunque estuviera medio pedo, es la correcta en un mundo así. Ser punkie es lo más honesto que esos chavales pueden llegar a ser, teniendo enfrente lo que tienen. El futuro y los modelos sociales, todo eso. ¿Un respetable trabajador yendo a currar en el metro es menos que un punkie? No, por supuesto. Cada uno se dignifica haciendo aquello en lo que cree mientras no haga daño a los demás. Pero esos punks, en su nihilismo, al saberse lumpen y parias sociales y descojonarse de ello, estaban diciendo que hay que ser valiente para madrugar e ir al trabajo todos los días, pero más valiente aún para no hacerlo. Y eso es admirable, joder.
Esas visitas son siempre pequeños viajes. Primero porque tengo que cruzar medio país, que en Barcelona llaman estado. Lo llaman estado por pudor, porque les han enseñado que decir España es fascista, franquista y nacionalista. Cruzo lo que quiera que sea esa extensión de terreno que separa Barcelona de Madrid, unos lo llaman el campo, así a lo general, y otros lo llaman meseta. Lo cruzo, y eso ya es un viaje, pero también es otro viaje cuando llego a Madrid. Allí comienza un viaje por otro mundo. El mundo de una ciudad que ya apenas conozco, que recuerdo sólo por vivencias pasadas, y que si antes me sorprendía siendo su habitante y sufrido ciudadano, ahora ya me desencaja. Me fascina lo distinto que es de esta otra ciudad en la que ahora vivo, y me alucina lo lejos que está una de otra, geográficamente y, cada vez más, en todo lo demás.
La visita fue breve, así que después de pasar la noche en casa, al día siguiente temprano volvía a "la otra casa". Sí, supongo que tengo varias casas, como los ricos. No deja de ser paradójico. El caso es que serían las ocho y media de la mañana. Cogí el metro, como siempre a esas horas lleno. El vagón completo de gente, del que se salen dos o tres viajeros en la estación, y hay otros veinte en el andén. Entonces esos veinte comprenden que tienen que meterse en el vagón repleto, y los que están dentro del vagón comprenden que esos veinte desconocidos van a entrar en un sitio en el que ellos ya están más o menos a gusto, han encontrado el sitio y ya son compañeros de viaje entre sí, casi casi íntimos. Colegas. Entonces ambos, los de dentro y los de fuera, se dan cuenta de la situación y saben lo que va a pasar. Que van a tener que apretarse un poco más para que todos quepan. El vagón apesta un poco, la gente no deja de ser algo dejada en sus hábitos higiénicos por más que lleven un iPhone en el bolsillo. Pero no importa. Todos van en el mismo puto vagón, apretados pero con ese sentimiento de consuelo que da el compartir el mismo destino, aunque sea durante unas estaciones, con vecinos y compañeros de viaje.
En ese vagón apretujado me tocó aquel día como compañeros de viaje un grupito de cuatro punks. Tres chicas y un chico. Eran las ocho y media de la mañana, pero iban privando su cerveza de lata de medio litro y se la iban pasando entre ellos. Ellas llevaban el pelo rapado a los lados y más largo en la parte superior, para cuando se hacen la cresta. Aros, pendientes, imperdibles en las orejas. El uniforme lógico en un punkie. Estábamos hombro con hombro, yo ahí metido entre ellos, casi en medio del mini círculo que formaban para ir departiendo. La cerveza circulando, las risas, el descaro de saberse los únicos que estaban privando a esas horas en aquel vagón. En un momento dado me parecía escuchar que iban a los juzgados (supongo que de Plaza Castilla, por la línea de metro donde estábamos), a testificar en un juicio. Me crucé con la mirada chispeante de una de las chicas, la más guapa, que me miraba con curiosidad y con una sonrisa, no sé si de desprecio por creer que yo era un burgués más yendo al trabajo o precisamente por lo contrario, por notar que me caía bien su rollo y que en el fondo me daban envidia. No me escondí y les devolví el gesto de aprecio con una media sonrisa, como diciendo "qué majos sois". Aunque el resto del vagón os esté fulminando con la mirada, yo os entiendo y os respeto.
Porque me daban envidia esos cuatro punks. Unos chavales que se reían de sus cosas, sin molestar a nadie, y a su particular manera, quizás fueran los cuatro individuos con más cojones de todos los que estábamos allí en ese momento. Valientes por hacer lo que realmente les daba la gana, sin importar lo que dijeran los demás. ¿Que había que ir a un juicio a esas horas? Pues vale, pero irían a su estilo. Quizás fueran unos de esos punks a los que sus papás les pagan los vicios y viven en casa sin dar ni chapa, pero no creo. Ya estaban en el vagón, y las estaciones anteriores a la mía no son precisamente el barrio de Salamanca. Y si fuese así, ¿qué? La postura de esos chavales, la mirada de esa chica, aunque estuviera medio pedo, es la correcta en un mundo así. Ser punkie es lo más honesto que esos chavales pueden llegar a ser, teniendo enfrente lo que tienen. El futuro y los modelos sociales, todo eso. ¿Un respetable trabajador yendo a currar en el metro es menos que un punkie? No, por supuesto. Cada uno se dignifica haciendo aquello en lo que cree mientras no haga daño a los demás. Pero esos punks, en su nihilismo, al saberse lumpen y parias sociales y descojonarse de ello, estaban diciendo que hay que ser valiente para madrugar e ir al trabajo todos los días, pero más valiente aún para no hacerlo. Y eso es admirable, joder.
jueves, 9 de enero de 2014
Estampas invernales
Las navidades en mi pueblo me han permitido pocas fiestas para la bici, como estaba previsto. El frío y sobre todo la lluvia se instalaron un buen día, y acabé por irme yo antes que los elementos. Pero en los días de sol que hubo antes pude disfrutar de unas buenas rutas sobre las carreteras semidesérticas.
En estas semanas de fondo sobre la flaca, mi nueva mejor amiga en el invierno, estoy descubriendo una forma inédita de acercarme a la bici. Más simple, pura y desprovista de ataduras. No hay que preocuparse por la presión de la horquilla ni por cómo trazar una bajada o cómo encarar una trialera. Es simple pedaleo. No hay que pensar. Ni siquiera hay que actuar por instinto o por actos reflejos, como ya hacemos sobre la montaña cuando llevamos años haciendo trialeras. Sí, la carretera exige concentración como toda actividad física, pero de una manera muy distinta a la que exige la montaña. Estás tú y tus piernas, tus pulmones y tu corazón, frente a una dura superficie de asfalto. Es muy parecido a correr, y por eso lo comparo con un entrenamiento doblemente efectivo de cara a cuando retomemos las ruedas gordas, para la mente y para el físico.
En fin, en esa especie de estado contemplativo y opiáceo en el que te sumerges con la carretera, también adquieres una perspectiva distinta del paisaje, más propio de esta estación recién estrenada (y de este año, por cierto). Estampas zen que recuerdan épocas doradas del ciclismo y carreras épicas, como las que en estas fechas ha estado emitiendo Televisión Española y Teledeporte: una muy buena decisión la de retransmitir algunas de las mejores etapas o pruebas ciclistas de 2013, como la Paris-Roubaix, la Flecha Valona o algunas etapas del Tour. Es de agradecer que la tele pública siga dedicando tantos recursos al ciclismo, igual que hace con la vela o el patinaje artístico, que son mucho más populares y practicados en nuestro país. Y cuando digo recursos me refiero a pagar la señal de retransmisión de esas carreras y pagar el sueldo a un comentarista y medio (a Perico Delgado lo cuento como autónomo). Sólo con una inversión así, audaz, arriesgada, y dedicada al segundo deporte más practicado en nuestro país, se puede contrarrestar las horas y horas de fútbol, chismorreos sobre fútbol y resúmenes de chismorreos sobre fútbol que emiten la tele pública y su canal dedicado al deporte.
No sé si estoy siendo suficientemente sarcástico...
Bueno, como no queda tanto tiempo para las primeras carreras del calendario de Clásicas, y este año las voy a seguir atentamente, aquí va un resumen de la Paris-Roubaix de 2013.
En estas semanas de fondo sobre la flaca, mi nueva mejor amiga en el invierno, estoy descubriendo una forma inédita de acercarme a la bici. Más simple, pura y desprovista de ataduras. No hay que preocuparse por la presión de la horquilla ni por cómo trazar una bajada o cómo encarar una trialera. Es simple pedaleo. No hay que pensar. Ni siquiera hay que actuar por instinto o por actos reflejos, como ya hacemos sobre la montaña cuando llevamos años haciendo trialeras. Sí, la carretera exige concentración como toda actividad física, pero de una manera muy distinta a la que exige la montaña. Estás tú y tus piernas, tus pulmones y tu corazón, frente a una dura superficie de asfalto. Es muy parecido a correr, y por eso lo comparo con un entrenamiento doblemente efectivo de cara a cuando retomemos las ruedas gordas, para la mente y para el físico.
En fin, en esa especie de estado contemplativo y opiáceo en el que te sumerges con la carretera, también adquieres una perspectiva distinta del paisaje, más propio de esta estación recién estrenada (y de este año, por cierto). Estampas zen que recuerdan épocas doradas del ciclismo y carreras épicas, como las que en estas fechas ha estado emitiendo Televisión Española y Teledeporte: una muy buena decisión la de retransmitir algunas de las mejores etapas o pruebas ciclistas de 2013, como la Paris-Roubaix, la Flecha Valona o algunas etapas del Tour. Es de agradecer que la tele pública siga dedicando tantos recursos al ciclismo, igual que hace con la vela o el patinaje artístico, que son mucho más populares y practicados en nuestro país. Y cuando digo recursos me refiero a pagar la señal de retransmisión de esas carreras y pagar el sueldo a un comentarista y medio (a Perico Delgado lo cuento como autónomo). Sólo con una inversión así, audaz, arriesgada, y dedicada al segundo deporte más practicado en nuestro país, se puede contrarrestar las horas y horas de fútbol, chismorreos sobre fútbol y resúmenes de chismorreos sobre fútbol que emiten la tele pública y su canal dedicado al deporte.
No sé si estoy siendo suficientemente sarcástico...
Bueno, como no queda tanto tiempo para las primeras carreras del calendario de Clásicas, y este año las voy a seguir atentamente, aquí va un resumen de la Paris-Roubaix de 2013.
miércoles, 11 de diciembre de 2013
Las montañas de Sarajevo
En días como hoy, sobrios y grises, me acuerdo de un país que visité hace cinco años (¡cinco años ya!) y que me dejó una gran huella. Sí, también Irlanda, pero en esta ocasión hablo de un lugar que pasó por una de las guerras civiles más crueles y violentas que han existido en la historia reciente. Hablo de Bosnia Hercegovina.
Este post no tiene mucho que ver con las bicis pero sí con el deporte. En unos días en los que la muerte de Nelson Mandela ha conmocionado al planeta, es bueno recordar una de las muchas ideas que el líder de la lucha anti-apartheid dejó como inspiración para la posteridad: "el deporte tiene el poder de transformar el mundo". Mandela y su visión de una Sudáfrica unida quedó plasmada en la copa del mundo de rugby de 1995, en la famosa historia de cómo convirtió a los Springboks, el equipo nacional de un deporte de blancos, en el equipo de todo un país. No hay muchos ejemplos tan claros de cómo el deporte ha sido capaz de unir a un pueblo y de impulsar valores de convivencia, igualdad y solidaridad. Y puede que tardemos mucho tiempo en ver otros así.
En Sarajevo tuvieron lugar, en 1984, los juegos olímpicos de invierno. Recuerdo perfectamente, con mis escasos 8 añitos, la ceremonia de inauguración de aquellos juegos. Yo no sabía lo que era aquello, ni en qué consistían esos extraños deportes que se practicaban en la nieve, pero me pareció un acontecimiento importante. Años más tarde pude ver con mis propios ojos lo que quedaba de aquellos juegos olímpicos. Las preciosas montañas de Bjelasnica forman una pequeña sierra que domina Sarajevo, y en el año 84 fueron el escenario de algunas competiciones, como los saltos o el esquí alpino. Pero durante el asedio de Sarajevo, entre 1992 y 1996, esas montañas también fueron el lugar desde donde las tropas serbias bombardeaban la ciudad a placer. Como si tuvieran una maqueta de trenes a sus pies. Los restos de aquellas instalaciones, los hoteles, resorts, las mismas plataformas de saltos de esquí, siguen en pie hoy en día como un eco que no se ha marchado, y se mezclan con el esbelto paisaje de abetos, pinos y silencio. Permanecen en el mismo sitio, pero abandonadas por el paso del tiempo, y con el añadido de unas cuantas cicatrices. Muchas. Metralla, agujeros de bala, bombas y restos de trincheras por todas partes. Lo que un día fueron instalaciones deportivas, el símbolo de Yugoslavia y del olimpismo, tuvieron una segunda e inesperada vida como baterías ofensivas en una espantosa guerra civil. Mucho peor destino que el complejo olímpico de Atenas 2004, hoy en estado de total abandono...
Traigo esta historia a propósito de un poster que recuperé el otro día. Un poster que me dieron en el estadio olímpico de Sarajevo y en el que venían dibujadas todas las instalaciones de los juegos, como el plano de una estación de esquí, con ese aire ingenuo de las gráficas de los años 80. Y me vino a la mente el silencio y la paz que había en aquellas montañas, y en realidad en toda la querida Sarajevo. Esas montañas lo mismo albergaron a deportistas de todos los países, en unos juegos olímpicos de invierno en un lejano 1984, como sirvieron de mirador turístico para que los tanques y los morteros mataran a cientos de personas, unos años más tarde. Las mismas montañas y sus árboles siguen allí, impasibles y eternas, neutrales, quizás esperando que otras personas lleguen y hagan con ellas lo que realmente deberían hacer, que es utilizarlas para la vida.
Dicen los sabios que la vida y la muerte son la misma cosa, dos caras de una misma realidad. Que ambas conviven entremezcladas en el día a día desde el inicio de los tiempos. Quizás el deporte, como decía Mandela, tenga el poder que no tienen los políticos para unir, dignificar y querer a las personas. Pero para eso creo que antes es necesario saber mirar a los árboles, escuchar a las montañas y darse cuenta de que ellos estarán ahí siempre. Nosotros y nuestras ridículas preocupaciones, no estamos más que de paso.
Este post no tiene mucho que ver con las bicis pero sí con el deporte. En unos días en los que la muerte de Nelson Mandela ha conmocionado al planeta, es bueno recordar una de las muchas ideas que el líder de la lucha anti-apartheid dejó como inspiración para la posteridad: "el deporte tiene el poder de transformar el mundo". Mandela y su visión de una Sudáfrica unida quedó plasmada en la copa del mundo de rugby de 1995, en la famosa historia de cómo convirtió a los Springboks, el equipo nacional de un deporte de blancos, en el equipo de todo un país. No hay muchos ejemplos tan claros de cómo el deporte ha sido capaz de unir a un pueblo y de impulsar valores de convivencia, igualdad y solidaridad. Y puede que tardemos mucho tiempo en ver otros así.
En Sarajevo tuvieron lugar, en 1984, los juegos olímpicos de invierno. Recuerdo perfectamente, con mis escasos 8 añitos, la ceremonia de inauguración de aquellos juegos. Yo no sabía lo que era aquello, ni en qué consistían esos extraños deportes que se practicaban en la nieve, pero me pareció un acontecimiento importante. Años más tarde pude ver con mis propios ojos lo que quedaba de aquellos juegos olímpicos. Las preciosas montañas de Bjelasnica forman una pequeña sierra que domina Sarajevo, y en el año 84 fueron el escenario de algunas competiciones, como los saltos o el esquí alpino. Pero durante el asedio de Sarajevo, entre 1992 y 1996, esas montañas también fueron el lugar desde donde las tropas serbias bombardeaban la ciudad a placer. Como si tuvieran una maqueta de trenes a sus pies. Los restos de aquellas instalaciones, los hoteles, resorts, las mismas plataformas de saltos de esquí, siguen en pie hoy en día como un eco que no se ha marchado, y se mezclan con el esbelto paisaje de abetos, pinos y silencio. Permanecen en el mismo sitio, pero abandonadas por el paso del tiempo, y con el añadido de unas cuantas cicatrices. Muchas. Metralla, agujeros de bala, bombas y restos de trincheras por todas partes. Lo que un día fueron instalaciones deportivas, el símbolo de Yugoslavia y del olimpismo, tuvieron una segunda e inesperada vida como baterías ofensivas en una espantosa guerra civil. Mucho peor destino que el complejo olímpico de Atenas 2004, hoy en estado de total abandono...
Traigo esta historia a propósito de un poster que recuperé el otro día. Un poster que me dieron en el estadio olímpico de Sarajevo y en el que venían dibujadas todas las instalaciones de los juegos, como el plano de una estación de esquí, con ese aire ingenuo de las gráficas de los años 80. Y me vino a la mente el silencio y la paz que había en aquellas montañas, y en realidad en toda la querida Sarajevo. Esas montañas lo mismo albergaron a deportistas de todos los países, en unos juegos olímpicos de invierno en un lejano 1984, como sirvieron de mirador turístico para que los tanques y los morteros mataran a cientos de personas, unos años más tarde. Las mismas montañas y sus árboles siguen allí, impasibles y eternas, neutrales, quizás esperando que otras personas lleguen y hagan con ellas lo que realmente deberían hacer, que es utilizarlas para la vida.
Dicen los sabios que la vida y la muerte son la misma cosa, dos caras de una misma realidad. Que ambas conviven entremezcladas en el día a día desde el inicio de los tiempos. Quizás el deporte, como decía Mandela, tenga el poder que no tienen los políticos para unir, dignificar y querer a las personas. Pero para eso creo que antes es necesario saber mirar a los árboles, escuchar a las montañas y darse cuenta de que ellos estarán ahí siempre. Nosotros y nuestras ridículas preocupaciones, no estamos más que de paso.
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