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martes, 17 de mayo de 2011

Droga dura

A casi 3.000 metros, la montaña del Puigmal es una de las cumbres más altas de Cataluña, y una cima mítica para los muchos aficionados catalanes al montañismo. El Puigmal también marca la frontera (no real, pero casi) entre España y Francia, y entre el pirineo catalán y el francés, en plena Cerdaña. Es una montañita muy atractiva, en definitiva. Y muy turística. En el lado catalán del Puigmal existe un centro-resort desde donde se pueden hacer infinidad de rutas: el Valle de Nuria que, a pesar de ser bastante turístico, es de visita obligada para cualquier aficionado a la montaña.

El Valle de Nuria tiene una mezcla de verbena montañera y santuario mariano, -de cierta grima, por tanto-, pero es un sitio que merece la pena totalmente. Más que eso: es imprescindible si se tiene la ocasión de ir por la zona. Sobre todo para perderse por los senderos que se adentran en los valles y los bosques, y para intentar subir al Puigmal. Es una especie de campo base perfecto para atacar un montón de rutas. Y la más emblemática de todas es el Puigmal.

Sin madrugar mucho, el domingo nos levantamos un tanto escépticos. La tarde y la noche anteriores había hecho muy mal tiempo, pero el domingo amaneció completamente despejado, para sorpresa mía.  Creo que esa sensación de incertidumbre cuanto te levantas, vas hacia la ventana y ves que hace buen día... es una de esos momentos en que parece que te estás jugando que la ruta, la excursión, el día entero que has estado esperando salga bien o sea un fracaso. Y cuando abres la ventana y ves que hace un sol radiante... es como cuando ganas a la lotería o a las cartas. Te la juegas a cara o cruz, y te sale cara.

Tras un desayuno pantagruélico, pusimos rumbo a la cima. Dos horas 45 minutos estimadas. La cosa empieza fuerte, con una subida preciosa entre un sendero de pinos. Me hago con un buen bastón-rama, y poco a poco vamos calentando el ritmo. El bosque desemboca en un collado que a esas horas está lleno de escarcha nevada, pero sólo en la cara norte del suelo. De forma que si mirabas hacia adelante, hacia el norte y a contrapelo, veías algunos trazos de nieve sobre la hierba, pero si mirabas hacia el sur lo veías todo blanco, al estar de cara al norte. Un efecto divertido.

Seguimos subiendo, cada vez con menos vegetación. El deshielo de la primavera va descubriendo ríos bajo los neveros, horadando y derritiendo las acumulaciones de nieve y dejando paso a enormes torrentes de agua clara. La vegetación está en pleno estallido de vida después de meses bajo cero, aunque el día tampoco invita a mucho destape, ya que un vientecillo del norte mantiene las cosas en su sitio. Algunas marmotas corretean por las laderas, silbando.

La nieve ya se puede ver en todas las cumbres que rodean el valle, aunque a nosotros no nos toca pisarla hasta los últimos tramos de la subida. Justo cuando empieza la piedra, ya sin vegetación ni tierra bajo las botas. Piedras y rocas sueltas forman la base de la cumbre, y el viento cada vez es más fuerte. Hasta la cima, la ascensión se hace a paso cada vez más lento, pendiente y rítmico. Cristina y yo, con prendas algo rudimentarias, sin guantes y casi "de paseo" vamos a buen ritmo. Empezamos con mucha precaución y sin mucho convencimiento de llegar a la cima, pero poco a poco nos hemos ido creciendo y sintiéndonos más cómodos. Nos cruzamos con algunos montañeros ultraequipados que suben o bajan corriendo, y en ese momento me parece una locura total, aunque luego no lo será tanto. Cuando estás concentrado regulando la respiración y el ritmo de subida, y ves bajar a unos tíos corriendo por donde tú subes te parece una barbaridad. Pero poco después tú estás haciendo lo mismo...

A pocos metros de la cima el viento se hace más y más fuerte. Y al llegar a la cumbre es insoportable. Al sacar las manos para hacernos la foto de rigor comencé a notar que a cada segundo que pasaba me ardían más los dedos, hasta dejar de sentirlos durante un momento. Entonces me acojoné, y comencé a bajar de la cima. ¡El frío era increíble! El chubasquero me protegía bien, pero en las manos sencillamente no podía moverlas! Así que tras unos pocos minutos arriba, comenzamos el descenso.

Entonces vino la parte divertida: como ya me pasó al bajar el volcán Izalco, en El Salvador, el descenso entre piedra suelta cuando la montaña es muy pendiente, se hace esquiando. Es decir, bajar soltando frenos como si estuvieras sobre nieve. Espectacular. Mucho más fácil que si bajas cargando las patas.

Tras celebrar el ascenso y el descenso en poco más de 4 horas, la sensación de haber cumplido con el objetivo marcado fue reconfortante. Una pequeña montaña de 3.000m, de paisajes espectaculares, que marca una gran experiencia. Siempre quise dedicar más tiempo a subir montañas, algo que siempre he hecho, pero menos de lo que quisiera. Mi primo, un consumado montañero, lo llama "la droga más dura". La adicción máxima. ¿Más que la bici? No lo sé. Pero me ha gustado tanto este viaje, después de un tiempo sin probarlo, que ya estoy buscando repetirlo. No recordaba que era tan buena. Sea como sea, cualquier cosa que sucede en la montaña, es adictivo y bestial.

 

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