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jueves, 25 de julio de 2013

El Eiger

Ayer 24 de julio se cumplieron 75 años de la primera ascensión al Eiger ("ogro", en alemán) por la cara norte, una de las montañas más duras de los Alpes. Ese 24 de julio de 1938 alcanzaba cumbre la expedición de los alemanes Heckmair y Börg y los austriacos Harrer y Kasparek. La expedición la patrocinaba el gobierno alemán de la época, los nazis. Y eran dos cordadas independientes, los alemanes y los austriacos, pero que después se juntaron bajo el liderazgo de Anderl Heckmair.
El Eiger desde Grindelwald.

Los dos austriacos eran Harrer y Kasparek. Heinrich Harrer. Sí, el de Siete años en el Tíbet. Resulta que Harrer, que se había metido en las SS pocos meses antes, ya destacaba como montañero y alpinista. Los nazis quisieron poner la bandera en el Eiger, hasta entonces virgen, como demostración del poderío del Reich, y utilizaron a los mejores escaladores arios que pudieron permitirse. Al regresar a Alemania, la cordada fue recibida por Hitler con grandes honores.

Harrer, que murió en 2006, siempre reconoció que meterse en el movimiento nazi fue un gran error en su vida. Según dijo, sólo vistió una vez el uniforme de las SS, el día de su boda. Poco después, en 1939, Harrer integró otra expedición del Reich para alcanzar el Nanga Parbat. Allí, entre Pakistán y Nepal, y en medio de un territorio dominado por los ingleses, les sorprendió el estallido de la guerra, quedando atrapados en una tierra de nadie y dando lugar a la famosa aventura y libro de Harrer, Siete años en el Tibet, más tarde película.

Célebres alpinistas como Reinhold Messner y actualmente Ueli Steck han pulverizado los récords de subir al Eiger por la cara norte. Ahora ascender ese monstruo de roca y hielo se ha convertido en una competición, y el récord lo tiene Dani Arnold, con 2 horas 20 minutos. Lo que hace 75 años costaba vidas (y las ha seguido costando), ahora gracias a los materiales, la preparación física y mental, etc, es cuestión de un par de horas.

Por todo esto, observar el Eiger de cerca hace unas semanas, cuando estuvimos en Grindelwald, es como contemplar un monumento al valor y la determinación del ser humano. Una mole de caliza y hielo, peligrosa y amenazante, a menudo cubierta de nubes y tormentas. Ahí han perecido los sueños de muchos valientes, y han alcanzado la gloria otros tantos. Un puñado de locos que vieron necesario llegar hasta allí y retar a la naturaleza de tú a tú.

Por lo tanto, efectivamente. Brad Pitt, que interpretó a Heinrich Harrer en Siete años en el Tibet, tiene algo que ver con el Eiger. La teoría de los seis grados de separación entre las cosas, vuelve a cumplirse.

Con todo esto, ya tengo lecturas para poner a la cola:
La araña blanca.
Siete años en el Tibet, ambos de Heinrich Harrer.

Tormenta de verano

La semana pasada, con La Molina, cerré la trilogía de visitas obligadas anuales a estaciones de los Pirineos. Falta Vallnord, adonde iremos mañana para ver la copa del mundo. Dolor de manos y dedos, las típicas tormentas de la tarde y mucha diversión han sido las notas dominantes de estos días. Me sorprendió gratamente La Molina, que parece haberse quedado satisfecha asumiendo un papel de estación modesta, limitada en su infraestructura, pero que esconde grandes regalos. Este año incluso se han permitido retocar (para mejor) algunos tramos y puntos concretos de los circuitos. Sin ser una estación explotada ni al 80% de su potencial, sigue manteniendo la dignidad.



Lo mejor de todo fue que justo al terminar de montar, a eso de las 4 y media (apurando al máximo los 20€ de forfait) se desató un tormentón formidable, de esos que mola quedarse mirando. La tormenta fue tan gorda que al bajar con el coche hacia Toses y Ribes de Freser, me encontré una caravana de coches colapsando la carretera, ante el granizo y la nieve que se estaba acumulando en el asfalto y las cunetas. NIEVE un 20 de julio.

Con esto y alguna salida que quizás se tercie por aquí cerca, cerramos la temporada con la Black Mamba y nos iremos de vacaciones con los deberes hechos.





jueves, 18 de julio de 2013

Grandvalira

Con seis hermosos moratones en las piernas aún frescos y lozanos, como souvenirs del viaje a Suiza, me planté en el fin de semana siguiente de regresar de los Alpes. Ya había pasado una semana desde que volvimos del viaje y, al contrario de lo que me pasó el año pasado, ya quería volver a coger la bici.  El año pasado, al volver de Zermatt, pasó una cosa muy curiosa, y es que dejé la bici embalada en la caja un mes entero. Según la había traído en el avión. Acabé tan satisfecho que no quise tocar la bici durante un buen tiempo, esperando que no se empañaran los recuerdos de aquel pedazo de viaje y de senderos. Cualquier cosa que hiciese después de Zermatt iba a ser una auténtica mierda comparado con aquello, así que no merecía la pena ni sacar la bici de la caja de cartón en la que la llevé. Y no fui el único, porque a mi colega de aquel viaje, Simon, le pasó lo mismo.

Con cara de bobo en el telesilla... ji, ji.
Este año ha sido distinto. No es que el viaje fuera peor, ni mucho menos, pero no quería desaprovechar el buen momento en el que me veía. El calor no está castigando demasiado, tenía pendiente subir a los Pirineos, y apetecía pasar un finde fuera de la ciudad con Cris. Así que una semana después de volver de Suiza nos fuimos a Andorra. Concretamente a Grandvalira.

Granvalira es una estación y bikepark que me encanta. Por su situación no es un destino masificado, y la calidad de las bajadas son excelentes. Además las hay de todos los tipos, y en especial de las que más me gustan: las fáciles. Senderos sin dificultad técnica pero donde se pueden alcanzar grandes velocidades y muchísimo flow. Bajadas largas desde cotas altas, que atraviesan praderas infestadas de marmotas, con curvas y switchbacks interminables, y fluidez total. Las últimas tormentas de verano habían dejado un terreno perfecto, con un agarre excelente, y las montañas estaban preciosas.

Así que el sábado lo pasé disfrutando de las bajaditas a buen ritmo, y del deporte local por excelencia: el avistamiento de marmotas. Especialmente había una que cada vez que subía en el telesilla de la Solana la encontraba en la misma postura: haciendo de guardiana en su madriguera. La marmota tenía su guarida justo debajo de uno de los postes del telesilla, y se pasó la mañana apostada a la entrada mirando pasar a unos cuantos muchachos con sus bicicletas, por encima de su cabeza.

Y como es habitual en esas latitudes, a eso de las 2 de la tarde el cielo comenzó a cubrirse de nubarrones negros. No tardaron en descargar una buena cantidad de agua y unos cuantos rayos y truenos, y ya no paró hasta el día siguiente. Toda la tarde lloviendo. Algo muy de agradecer, la verdad. Yo ya me había quedado a gusto con las bajadas de la mañana, así que no me importó en absoluto tener que meter la bici en el coche y largarnos al camping. Pasar la tarde en los Pirineos, escuchando la lluvia en la tienda de campaña también es parte del encanto que tiene la montaña. ¡No todo en la vida es bici, aunque parezca mentira!

Otra visita anual a Grandvalira y al camping Santa Creu (como no podía ser de otra forma) realizada con éxito. Me encanta Andorra.



martes, 16 de julio de 2013

En los Alpes

Ya han pasado unos cuantos días. Y es que para ponerse a escribir sobre un viaje así, uno necesita reposar y que se asienten las imágenes almacenadas en la retina. Digerir el festín de momentos, esfuerzos y diversión. Y es que el retorno de los Alpes es duro. Siempre lo es cuando te pasas una semana (casi) en un sitio rodeado de tresmiles y cuatromiles, con algunas de las montañas más famosas del planeta como fondo de pantalla mientras desayunas. Es duro volver, pero hay que hacerlo y contarlo para convencerse de que es real.

En esa semana tuvimos buen tiempo excepto un día, que al final lo declaramos apto para montar, y que nos regaló unos paisajes dignos de Juego de Tronos o El Señor de los Anillos. Nieblas, lloviznas, bosques húmedos repletos de musgo y raíces... paisajes encantados. Una jornada excepcional. Pero no menos que las demás, ya que el resto de los días hábiles para montar disfrutamos del sol y las altas temperaturas, gracias a las cuales los glaciares de los Alpes se están derritiendo como un Frigodedo, en los últimos años. Efectivamente, amigos. Esta fue una de las muchas enseñanzas culturales que nos dejó este viaje a Suiza. Los glaciares alpinos han retrocedido más de un 60% en los últimos cien años, y lo pudimos comprobar en vivo y en directo. En algunos glaciares a los que pudimos acercarnos en las rutas, había fotos de alrededor del año 1900 y se veía perfectamente cómo la morrena llegaba hasta escasos metros del punto en el que estábamos. Ahora había retrocedido tanto que ya no se veía desde esos sitios y había que ascender hasta mucho más arriba para verlo.

En fin, que ese buen tiempo que tanto gusta a los domingueros y que tantos carcinomas está causando a la peña, es el mismo que también está derritiendo los glaciares y las grandes masas de hielo del Atlántico norte. El tema "cambio climático" fue, de hecho, un tema de debate en el grupo durante esta semana, pero dejémoslo aparte y centrémonos en el concepto. El montar, el riding.

Las agradables temperaturas y las precipitaciones recientes en esa zona habían dejado el suelo en condiciones óptimas para rodar en bici. Curiosamente, y tal como habíamos previsto durante la preparación del viaje, nos íbamos a un punto para nada caliente de los Alpes, en el sentido de que íbamos a encontrarnos a poca gente haciendo lo nuestro. Al huir de los bike parks se abre un mundo de posibilidades y de senderos, la mayoría para caminantes, pero por eso precisamente también más vírgenes y sin tráfico de bicis. Esto tiene sus pros y sus contras, claro, pero la elección de un "secret spot" frente a un "hot spot" creo que va más con la filosofía de montar que a nosotros nos gusta. Esto te hace currar mucho más, evidentemente. Superar mayor desnivel, mirar el mapa constantemente, etc. Ser creativo y saber improvisar. Pero eso lo hace, al fin y al cabo, más divertido y con más dosis de aventura que si te dejas caer por pistas marcadas y trazadas para bicis.

El caso es que con esa filosofía en mente nos adentramos en el mundo de las megasubidas a cotas de 2.500, salvando mil metros de desnivel, para luego deslizarnos por más o menos progresivos descensos, atravesando páramos y bosques sin parar, intentando perder poca cota y enlazando líneas de altura, hasta el punto inicial. Las subidas eran duras y largas, pero compensaban por el increíble paisaje que disfrutábamos mientras tanto. Y una vez arriba, las bajadas en su mayoría (excepto alguna muy extrema que apenas era ciclable) tenían una mezcla de todo un poco: partes con algo de técnica, piedras, raíces húmedas... y sobre todo mucho curveo, singletrack, escalones, sendero ancho muy rápido... todo aderezado con unas vistas de infarto. Si no era el mítico Eiger, era el Jungfrau, el Mönch o cualquiera de las cumbres que el alpinismo y la escalada han hecho famosas.

Así que, como siempre, una semana da para mucho pero siempre vuelves con ganas de más, y con la sensación de que has hecho la punta de un iceberg gigantesco que se esconde en esos bosques, y que nunca se acabaría. Ni aunque vivieras allí cien años.