Durante una época -hace ya unos añitos, cuando vivía en Madrid-, me aficioné mucho a los campillos. Aunque en realidad, ahora que lo pienso, de pequeño también era campillero. Todos los veranos solía fabricarme una especie de circuitillo en la chopera del pueblo, a la orilla del río. Digo todos los años, porque como buen campillo había que reconstruirlo cada año y hacer de nuevo el trazado, ya que se quedaba cegado por las hojas y las ramas. Cada verano, o cuando iba a pasar una temporada larga en el pueblo, lo primero que hacía era limpiar el circuito (secreto, por supuesto), para empezar a rodarlo cuanto antes. Pasaba horas enteras dando vueltas al sencillo circuito, que ya tenía algún que otro saltito, unas cuantas curvas cerradas, otras rápidas... Supongo que era una forma preescolar de aprender algo de técnica sobre la bici.
Ya con bicis hechas y derechas, de doble suspensión y eso, volvió la fiebre campillera con circuitos de saltos inspirados en los de BMX. Saltos dobles, empalmadas, peraltes, pasarelas, etc. Para mi, hubo dos escuelas de todo aquello: la Dehesa de la Villa (la Ensaladilla), y el campillo de Bike Comp. La primera era un lugar de reunión de gran parte de los bmxeros de Madrid durante algunos años. Un circuito pequeño, donde a menudo había que hacer cola para montar, y que tenía varios dobles divertidos. Estaba escondido entre Ciudad Universitaria y la Dehesa de la Villa. Allí veías a gente de todo tipo, pero también empezaron a ir los primeros dirt jumpers con ruedas de 26", y los colegas del descenso con bicis de dirt. Allí empezamos a hacer nuestros primeros dobles, a perder el miedo a los saltos (no sin antes un buen rato de mentalización...) Y un poco más tarde, para perfeccionar y dar un paso más bruto, estaba el circuito de los González: el campillo de su casa, literalmente. Esto ya eran palabras mayores. Varios recorridos llenos de saltos, pasarelas y peraltes, para todos los niveles y en medio de un pinar aislado. Nos pasamos horas, días enteros paleando saltos, montando y de risas con los colegas. Había puntos realmente jodidos, pero al final terminabas haciendo casi todas las zonas, sobre todo si tenías un día de engorile.
Pero un campillo siempre es un oasis de paz. Tener un campillo es tener un amigo fiel, que sabes que nunca te defrauda. Un sitio hecho a tu medida y a la de tus colegas donde puedes explayarte, ajustar, pulir y manejar a tu antojo con el único objetivo de hacerte feliz. Un recinto que marcas como si de una propiedad animal se tratara. En vez de mear o dejar tu rastro como hacen los animales, dejas un fino sendero de demarcación para advertir que en esa zona hay bichos de dos ruedas. Luego, hay que rezar para que no te lo echen abajo, pero incluso así tampoco es un problema. Siempre habrá espacios para hacerse otro campillo.
Porque claro, todo campillo, por definición, debe ser ilegal y secreto. Y se debe cuidar. No convertirlo en un parque de atracciones, con chiringuitos de bebidas y eso. Debe mantenerse mimetizado con el entorno, y aprovechar al máximo la naturaleza y el relieve del terreno.
Por eso, es un gran acontecimiento anunciar que "me he hecho un campillo". Que me paso horas arreglando y puliendo el trazado, y que en estos meses de invierno me lo paso teta brincando y sorteando arbolitos, cerca de casa y en medio de un bosquecillo urbano. Espero que dure.
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