Hay olores que nos transportan a años atrás, a personas o a momentos determinados. Alguien lo decía el otro día en La Contra de la Vanguardia. Es cierto, los olores son como máquinas teletransportadoras, agujeros del tiempo. Pero sin necesidad de ponernos trascendentes,hay olores muy especiales que a veces no se valoran lo suficiente. Por ejemplo, el olor de un coche nuevo. No soy capaz de reproducirlo o imaginarlo hasta que entro en algún coche nuevo. El del mío ya ha pasado, ya no huele así. Pero ese olor, el reconfortante y cálido aroma de un coche nuevo, es uno de los olores más intensos y emocionantes que conozco. Aparte, claro está, de los paisajísticos y consabidos olores (el cuerpo de una mujer, la tierra mojada, el olor de la gasolina, bla, bla, bla). No nos engañemos, ¿a quién no le gusta el olor a nuevo que respira una máquina de cuatro ruedas?
Esto viene a raíz de lo que pensé el otro día al entrar en Tomás Domingo. No me había dado cuenta hasta ahora, increíblemente, después de años de visitar tiendas de bicis. Pero el olor que despide una tienda de bicis no es el mismo que el de una tienda de discos, o de ropa, o de coches. El olor que despiden las bicis nuevas, las cubiertas sin estrenar, es un olor de virginidad tanto o más excitante que el olor de un coche nuevo. El chispeante olor de la pintura, los adhesivos, el caucho, mezclados con la química de los desengrasantes, el aceite y la mierdecilla, que suele venir de los talleres (si los hay). Toda esta mezcla sutil de aromas hace que una tienda de bicis huela más o menos igual en cualquier parte del mundo. Es un denominador común, un rasgo distintivo, como una contraseña secreta de la hermandad: "eh, esto es una tienda de bicis, amigo, sé bienvenido". Más dulce que el olor de un taller de coches, y más amigable que el de una tienda de ordenadores.
Las tiendas de bicis, las entrañables y ahora condenadas a desaparecer o a reconvertirse tiendas de bicis, con su color y sabor especiales, son sitios de culto. ¡Coño, son los putos templos de la bici! Y me apena ver que si quiero un producto concreto lo tenga que comprar por Internet, porque en las tiendas no tienen el que necesito, está agotado, o es ridículamente caro. Es el reflejo del tiempo que vivimos, el mercado libre, la demanda enorme de productos, la oferta competitiva... Quizás las tiendas de bicis de barrio se queden con cuatro productos y un taller, para arreglar pinchazos y vender parches. Quizás la moda de Internet pase. Pero pensar que ese olor, como el de otros lugares de valor incalculable, y en peligro de extinción como herrerías, cerrajerías, afiladores, mercerías, ¡panaderías! puede terminarse algún día... me pone de mala hostia.
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