Una semana en Dajla, en los campamentos de refugiados del Sahara occidental entre Argelia y Mauritania, da para mucho. Da para levantar un festival de cine en el desierto, para tragar arena y polvo, para dormir al raso mirando la luna y las estrellas, para sudar, jugar al fútbol contra una selección saharaui, para ver a un grupo de activistas jugarse el tipo desafiando a Marruecos viajando hasta el campo de refugiados, y para hacer amigos.
En el desierto todo es mágico, inmenso e intenso. Cuando sopla el siroco te sientes torpe y pequeño, un extraño en un medio hostil, el más hostil quizá, del planeta. El calor te ahoga, y los elementos no ayudan a la vida, precisamente. Pero sin embargo, al final todo sale adelante. La vida, si se respetan ciertas reglas básicas, sale adelante. Porque en el fondo, el desierto impone su ley de forma implacable, pero el hombre tiene la oportunidad de aprender de él y de sobrevivir, si sabe escuchar. Al hombre no le queda más remedio que aceptar su verdadera pequeñez, y rendirse a la voluntad del desierto, que es la de Alá y la de Dios. Y así, se da cuenta de lo poco que es necesario para desafiar al poder del desierto: una voluntad inquebrantable.
Sólo de esta forma, los saharauis y cualquier grupo humano que sobreviva en el desierto, como los tuaregs o los beduinos, son capaces de mantener su vida y su sociedad desde hace siglos. Esta voluntad inquebrantable es el único patrimonio de estos pueblos, su intangible más valioso. Y es la única razón que se me ocurre para que los refugiados saharauis lleven 35 años aguantando las condiciones extremas del mundo. Pero también, esa voluntad, no rendirse nunca, es lo que les llevará algún día a conseguir su objetivo: vivir en un país libre.
"Es preciso un corazón de camello para avanzar en la vida", dicen los saharauis. Un corazón de camello y la constancia del viento, que moldea el desierto y las montañas grano a grano durante siglos, son las únicas armas que tienen los saharauis para enfrentarse a los gigantes que les rodean.
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